Benito aparece en un momento histórico complejo, que tiene algo parecido con el actual: una época de crisis, motivada en parte por un profundo cambio cultural.
Nace en el año 480 en una ciudad en el norte de Roma, Nursia. Empieza sus estudios superiores en Roma pero su búsqueda interior le lleva pronto a retirarse a la soledad. Ha descubierto que más allá de los saberes, tiene una cita con la Sabiduría que viene de Dios. Vive en Subiaco, como ermitaño. Como lo escribirá su biógrafo, el Papa san Gregorio Magno, Benito va haciendo un camino de unificación interior.
Desde esta intensa experiencia será capaz de organizar doce pequeñas comunidades y pasar después a Montecassino. Debe hacer un camino a veces difícil de comunión con los demás. Se abre cada vez más al amor gratuito hacia sus monjes y hacia todo hombre o mujer que se cruza por el camino: pobres y peregrinos, potentados y gente sencilla. Es un maestro espiritual capaz de educar, de guiar a los demás en su propio camino hacia Dios, de discernir y ayudarles a desprender de lo que les frena en su avance por el camino del evangelio. Sabe curar sus propias heridas y las de los demás, está alerta a los signos de los tiempos.
Benito recoge toda la rica herencia de los monjes anteriores y, con un extraordinario don de síntesis, da forma al monacato de su tiempo: adapta la vida monástica a Occidente y abre las puertas de su comunidad por igual a los viejos romanos ya los nuevos bárbaros. Para él lo que define a un hombre oa una mujer no es su raza, su condición social, el sexo o su edad sino que busque de verdad a Dios.
Madura su proyecto y escribe su Regla.
Su hermana -gemela según la tradición– Escolástica, junto a un grupo de mujeres, abraza también el estilo de vida de Benet, quien termina sus días en el año 547. Poco antes de morir, el santo tiene una visión del mundo entero concentrado en un rayo de luz. Benito ve las cosas y las personas desde Dios. Ha concluido su camino, pero su espíritu sigue adelante.